"Seño nos trae algo?" me preguntó Laureana, una diminuta mujer indígena con un sueter azul y sonrisa de perlas, al verme anotando en mi cuaderno verde las cosas que platicamos. Ella es madre de ocho hijos - una mujer y siete hombres- de los cuales conocí a uno, Byron, de 24 años. Laureana enviudó hace dos años. Su esposo trabajaba en el campo. Laureana vende cerezas, tomates, hongos tipo rebozuelo, papas pequeñas y grandes y aguacates. Todos los días "abre el negocio" en el Mercado de Tecpán y me explica que los días en que más se vende son jueves y domingo. Paga cada día para que muchachos carguen sus productos desde el autobús y los lleven a la calle cerca de la entrada principal de la iglesia, donde instala su venta. Su percepción es que el tomate está más caro por la lluvia. Ella no sabe leer ni escribir, mas conoce bien la relación de los precios y el valor de sus productos.
Byron estudió hasta tercero básico. El trabaja en una empresa donde hacen embutidos y productos lácteos. Yo, que soy algo "sensible" al consumo de carnes y especialmente al de embutidos, le pregunté cuáles eran sus atribuciones y si le gustaba trabajar ahí. No fue sorpresa cuando me dijo que él hace los chorizos, longanizas y otras carnes empacadas y que su trabajo "le tiene que gustar" porque es el que tiene. Byron, quien no utiliza su traje típico, es padre de dos hijas: una de dos años y medio y otra de un año. Esta última lo acompañaba y vestía un trajecito rosado de chumpa y pantalón, similar al que utilizan las bebés en la capital. Su esposa sin embargo, sí utiliza el traje indígena. Ella, al igual que Byron, estudió hasta tercero básico y trabaja los domingos en el mercado. El resto de la semana es ama de casa, atiende una pequeña venta de verduras que tiene en casa y los martes, jueves y sábados alfabetiza. Byron desconoce si ella recibe un salario por esto.
Conforme fui avanzando en el recorrido me di cuenta que una mujer ladina no pasa desapercibida en el lugar e ilustro el caso con una señora indígena a quien escuché preguntar: "Y ella por qué le está preguntando tantas cosas a tu mamá pues?" Me di la vuelta y le expliqué la razón por la que estaba ahí y la invité a participar. Solo me sonrió y desapareció. Continué conversando con Otilia, encargada de la venta de zapatos, sobre su venta y la forma en que transportaba sus productos. Fue interesante mi acercamiento, porque primero me acerqué como potencial clienta. Vi varios estilos triple “b”: buenos, bonitos y baratos y me interesaron unos café sin tacón. Otilia buscó de mi talla pero no encontró. AhÍ mismo estaba otra mujer con la que intenté iniciar conversación, pero me vio con desconfianza y a penas logré que me contara que era de Patzún, que vendía pan y que solo llegaba a ese mercado los domingos. Al preguntarle a Otilia sobre su nivel de educación me confesó que solo había estudiado hasta tercero primaria. Le pregunté sobre los planes para la educación de sus dos niños (de 9 y 7 años) y me dijo que ellos continuarían en la escuela. Su esposo trabaja en la actividad de textiles. Conforme seguimos platicando me comentó muy contenta que cuando no está en el mercado estudia los lunes, martes y viernes en una escuela pública en donde solo llegan mujeres. Fue grato ver el ánimo de Otilia y ante todo la forma tan genuina en la que me tomó confianza. Me mostró el cuaderno con los deberes de ciencias naturales que le habían dejado en la escuela a donde asiste. Su letra era legible, redonda, bonita. En la portada del libro de texto se leía “CONALFA: Primera Etapa de Post Alfabetización”. Otilia me dijo que este año está cursando 4º y 5º primaria y que el otro año estudiará 6º. Al ver su entusiasmo le creí cuando me dijo que tiene pensado seguir en la escuela secundaria. Al preguntarle si conocía quién es Rigoberta Menchú me dijo: “Ah sí! La que quiere ser presidente.” Otilia es cakchiquel.
Cerca de la venta de Otilia se encontraba Juan. Un hombre con rasgos indígenas marcados que vestía ropa de ladino: gorra negra, camisa color salmón, gabacha y pantalones negros. Juan, hombre tzutuil atiende el puesto de pescado y camarones. Se transporta en autobús. Me explica que la gente dice que los precios varían por el IVA, por la gasolina, por el pasaje y por el “veneno” para los vegetales y frutas. El es de San Antonio Palopó y sale con su venta a las 2:30 a.m. para poder estar a las 6:30 a.m. en el Mercado de Tecpán. Nadie lo ayuda, Juan paga para que alguien le lleve sus cosas hasta el puesto. Es optimista al decirme que todo se va a vender hoy día. Yo conteniendo la respiración por el olor tan fuerte de sus productos, continué varios minutos hablando con este hombre tan interesante. Me preguntó con tono de reclamo que ya que yo era estudiante de la universidad si le podía explicar por qué estaba todo tan caro y por qué el gobierno le daba el dinero a las mujeres y de dónde salía ese dinero, refiriéndose al Programa de Mi Familia Progresa. Le expliqué que ese tipo de programas se habían implementado exitosamente en otros países de Latinoamérica y que era un incentivo para lograr que las familias llevaran a sus hijos a consulta en los centros de salud y a la escuela. Me miraba con desconfianza, pero creo que logró entenderme lo que le expuse. Juan es padre de tres hijos: una de diez, otra de seis y uno de cinco meses. Me explica que les cobran Q5 diarios a cada puesto por poner la venta y me regala un ejemplo de cómo es su agenda todas las semanas: lunes descansa; martes va a la costa a comprar camarón y pescaditos; miércoles y jueves va a vender a Patzicía; jueves vende en Tecpán; viernes en Sololá; sábado y domingo de nuevo llega a Tecpán. Vende entre 30 y 40 libras de cada producto al día. “Todo se vende”.
Juan es consciente y honesto y me dice que por falta de educación no puede trabajar en otro lugar. Este hombre con evidente determinación y pensamiento crítico me sorprendió al comentarme que sólo estudió hasta segundo primaria. Su esposa en cambio no sabe leer ni escribir.
A pocos metros conocí a Jaimy Marlene, una niña indígena de diez años, quien astutamente cuando le pregunté por el precio de otros zapatos café sin tacón les subió el precio al percatarse que yo no era del lugar. Me complací mucho de la habilidad de la niña para vender, quien al final rebajó Q20 al par de zapatos y digo esto no por haberme beneficiado del negocio, sino porque me encantó la actitud desenvuelta y experta de esta pequeña. Jaimy estudia en la “Escuela Oficial Urbana Mixta 25 de julio de 1524.” Indagando un poco sobre la fecha, recordé que ese día fue nombrada la primera capital del reino de Guatemala en Iximché, Tecpán. Jaimy actualmente está aprendiendo las sílabas y las sumas de cinco cifras en su escuela. Su mamá sabe leer y escribir y concluyó estudió hasta tercer grado de primaria.
El hermano de Jaimy se acercó al verme platicando con la niña. Francisco, un joven bastante serio, vestido con jeans, t-shirt y gorra, tomó un ejemplar de Nuestro Diario y se sentó a su lado sin detener su mirada en la cliente. Intenté entablar conversación con él y me contó que estudió hasta segundo básico “porque no le dieron ganas de seguir estudiando”. Se dedica al comercio de ropa para caballero en un negocio que administra con su papá. Francisco tiene 19 años y trabaja todos los días. Al igual que su hermana Jaimy, desconoce quién es Rigoberta Menchú a pesar que tiene más escolaridad y casi el doble de edad que Jaimy.
La última entrevistada fue María Esperanza, mujer cakchiquel de 26 años. Disfruté la charla que tuvimos, pues se mostró interesada en saber mi nombre, de dónde venía, qué estaba haciendo en el Mercado y hasta me habló de “tú”. Con eso supe que tenía una puerta más abierta que cerrada, así que hice las preguntas de rutina. Ella es madre de dos niñas (3 y 2 años) y de un bebé que viene en camino. María Esperanza vive en Panabaj y llega cada domingo al Mercado de Tecpán a comprar los alimentos para la semana. Vi que en su bolsa llevaba verdura esencialmente. Para ella todo está más caro ahora. Su esposo tiene 29 años y es comerciante en Huehuetenango, a donde se va en un picop de su propiedad a ofrecer moras, fresas, güicoyitos y jocotes cuando es temporada. Ellos se casaron hace ocho años, lo cual me sorprendió, pues hubiera esperado que sus hijas fueran mayores, ya que es común que entre indígenas no se practique la planificación familiar. María Esperanza estudió hasta tercero básico y su esposo hasta sexto primaria.A pesar que el objetivo de estas visitas es conocer más a fondo el tema de la identidad, no puedo dejar de mencionar que uno de los hallazgos de este ejercicio fue conocer que muchas mujeres piensan que después de tener hijos, por tener cierta edad, o por ser amas de casa ya no vale la pena seguir estudiando y que la vida debe ser como la de la mayoría. Yo felicité y compartí el ejemplo de Otilia tanto con María Esperanza como con Laureana intentando sembrar en ellas una pequeña esperanza que vivir mejor se puede, si hay voluntad.
Nuevamente me enorgullece saber que mujeres indígenas guatemaltecas como Otilia, Jaimy y Mayra de San Juan Sacatepéquez dejan a un lado esos prejuicios y poca asertividad de las personas de su comunidad para demostrar que se puede hacer una diferencia, sin importar la edad, condición social o etnia.
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